HIJO DE HOMBRE – Las enseñanzas de Jesús de Nazareth

Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había extraviado

Lucas 19:10

“Hijo de Hombre”, se llamó Jesús a sí mismo indicando con su origen el propósito de rescatar la identidad humana original perdida. Este proceso de recuperación no consiste en agregar algo nuevo a la vida, sino en darse cuenta de lo que ya es: conciencia eterna entretejida en cuerpos temporales, materia y espíritu entrelazados. El apelativo Abba, Padre, usado por Jesús para referirse al Eterno, revela la unidad indisoluble. En esta certeza afirmó: “Yo y mi Padre somos uno”, asumiendo de forma individual la narración del libro de Génesis sobre el origen de la humanidad: “Creó, pues, Dios, al género humano conforme a su imagen… varón y mujer los creó” (1). De este modo, al llamar Padre a Dios no sólo se incluyó a él mismo en esta filiación, sino incorporó a toda la humanidad.

El Padre no es ajeno a su creación, no está adentro ni afuera: le es inherente. Nada existe fuera de su presencia: “no está lejos de ninguno de nosotros, porque en Él vivimos, nos movemos y somos… somos de origen suyo” (2). Esta realidad predeterminada no depende de nuestras obras o creencias. Lo que sí depende de nosotros es despertar a la forma de existencia que trasciende la percepción sensorial y darnos cuenta que somos individuos entrelazados en una totalidad. Para vivificar la unidad que constituye el diseño original de la creación se requiere la voluntad, la sensibilidad y la participación inteligente de cada persona. Al activarse la conciencia unificada se alcanza el propósito del Enviado cuando oró por la humanidad diciendo: “ que todos sean uno; como tú Padre mío eres en mí y yo en tí, que también ellos sean uno en nosotros”(3).

El salto hacia la nueva conciencia implica abandonar la creencia en el pequeño yo como fundamento de provisión y seguridad; confiar en la verdadera fuente inherente a la vida: “cuyo origen no lo sé, pues no le tiene, más sé que todo origen de ella viene, aunque es de noche” (4). En el diálogo nocturno con Nicodemo, Jesús le explicó que para lograr el tránsito de la conciencia fragmentada (“la carne”) a la conciencia de unidad (“el espíritu”)es necesario “nacer de nuevo”: “Si alguno no nace de nuevo, no podrá ver el reino de Dios…” (5). El reino de Dios, también llamado en el Evangelio según Mateo “reino de los cielos”, es un estado de conciencia que se alcanza con la comprensión de la unidad, transformándose la antigua manera de existir en una nueva forma de pensar, sentir y actuar. Del egoísmo, la insensibilidad, la competencia y la indiferencia hacia el prójimo se accede al amor y a la compasión. Este reino, al que Jesús dedicó gran parte de sus enseñanzas, permanece oculto en el estado  la conciencia fragmentada. El reino es interior y está aquí, es la comprensión y la puesta en marcha en cada individuo de una forma de vida que tome en cuenta la unidad espíritu materia: “No viene el reinado de Dios con observación, ni dirán: Mira ‘Aquí’ o ‘Allá”…porque el reinado de Dios dentro de vosotros está”, traducción literal del texto original griego (6).

El siguiente relato de la sanación de un hombre ciego ilustra el  proceso de transición entre el estado fragmentado y el estado unificado de la conciencia: “…le trajeron a un ciego…tomó al ciego de la mano, y sacándolo fuera de la aldea, escupió en sus ojos, le impuso la mano y le preguntó: ‘Qué ves?’ Y viendo, dijo: Veo a los hombres como árboles que caminan. Y le impuso nuevamente la mano en los ojos, y fue sanado, y veía todo con nitidez… le dijo ‘Ni siquiera entres en la aldea, ni se lo digas a nadie en el pueblo’ (7). No entrar a la aldea ni decirlo al pueblo es la condición para crear la nueva conciencia cuya formación constituye un proceso progresivo en espiral ascendente de aprendizaje, comprensión, compromiso y acción. De forma paulatina se alcanza la coherencia entre pensamientos, sentimientos, intenciones, palabras y acciones. Para no reforzar la energía remanente de la conciencia fragmentada no se debe retornar al pasado, a la ‘aldea’ . Con la consolidación del nuevo sistema de creencias desaparecen el miedo y sus subproductos: incertidumbre, preocupaciones, ansiedad, tristeza, depresión.

“El que… mira atrás de sí, no es apto para el reino de Dios” (8), reino interno en cada ser humano que consiste en no abandonar bajo ninguna circunstancia la certeza de la unidad entre la parte y el Todo. Este sistema de creencias produce reacciones diferentes a las que genera el estado de conciencia fragmentada que busca satisfacer prioritariamente los propios intereses, enalteciendo al pequeño yo por encima de la unidad. Jesús alertó que “Ojo por ojo y diente por diente” (9) o “Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo” (10) es la negación de la unidad en el Padre. Fue imperativo al decir “Amen a sus adversarios, bendigan al que los maldice, hagan el bien al que los aborrece y oren por los que los llevan por la fuerza y los persiguen”  (11) como forma de vida en unidad en el Padre.

La persona que oscila entre la creencia de ser un yo separado y la conciencia de unidad en el Padre es como un reino dividido: “Todo reino dividido contra sí mismo será aniquilado, y toda casa o ciudad dividida contra sí misma, no permanecerá en pie” (12). Con la comprensión de la unidad se transforma la mente fragmentada mitigándose el conflicto entre pensamientos contradictorios. La persona dividida en sí misma es cautiva de ilusiones que tergiversan su entendimiento. La incongruencia entre pensamientos y acciones crea sentimientos de carencia. La lucha interna por mantener vigentes dos sistemas de creencias incompatibles provoca inquietud, incertidumbre, culpa y tristeza. En estas condiciones la persona no es capaz de alcanzar paz, que es un estado permanente de armonía interna independiente de factores externos.

No se logra vivir en paz mientras no se elimina la fluctuación entre los dos sistemas de creencias: “Nadie…pone vino nuevo en odres viejos, no sea que se revienten los odres, y el vino se derrame y los odres se echen a perder” (13). El “odre viejo”,metáfora que evoca las creencias fundamentadas en la conciencia fragmentada, anulará el nuevo conocimiento, reforzándose las necesidades de aceptación, seguridad y control e incrementándose el aislamiento del sujeto en la particularidad, en detrimento del “vino nuevo”, la conciencia de interconexión. El trabajo de “nacer de nuevo” —no regresar a la aldea— es individual y transforma la conciencia fragmentada —estado de desamor— en conciencia unificada —estado de amor, de reconciliación entre opuestos.

La expansión de la conciencia desde la visión del mundo limitada a lo particular inmediato y efímero hasta abarcar lo Real eterno e infinito crea un abanico de posibilidades que se expresan en conductas pacificadoras de la existencia. El prójimo deja de concebirse con indiferencia como una existencia ajena, separada y se asimila como un yo extendido cuyo bienestar concierne como propio. La  regla de oro es una guía perfecta para no errar el blanco de la compasión: “Y como ustedes quieran que los hombres los traten, así también trátenlos ustedes” (14). O, dicho de otro modo: “Amarás a tu prójimo como a tí mismo” (15). Bajo la guía de Jesús se libera el sujeto de los apegos al yo fragmentario y sus circunstancias; asimismo se colapsa la identidad enfocada en el binomio aceptación/rechazo. Surge un reconocimiento no selectivo, incluyente, que acepta de igual modo a los semejantes y a los diferentes, anulándose los prejuicios y juicios.

Es necesario distinguir entre apego y amor. El apego genera miedo de perder el objeto deseado, persona o cosa, debido a la impermanencia inherente a todo lo material. La mente formula deseos de forma constante. Cuando se satisface un deseo se experimenta temporalmente placer; cuando desaparece esta sensación, la mente crea un nuevo deseo de forma tal que el sujeto vive atado a esta producción mental de insatisfacción permanente. El apego crea división, competencia, conflicto debido al deseo de dominación, posesión y control. En el estado de amor no existe aferramiento a lo particular ni deseos compulsivos condicionados por la naturaleza material. Cuando desaparece la ilusión de un yo separado, el individuo trasciende de las falsas ideas de un universo fragmentado a la comprensión incluyente y respetuosa de todo lo existente. Al salir del espejismo de las apariencias entiende que en lo múltiple se manifiesta la unidad.

Jesús se identificó a sí mismo y a sus seguidores como luz: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que encontrará para sí la luz de la vida” (16); “Ustedes son luz del mundo” (17). Nuestro origen común es la luz, nuestro destino final es la luz, la misión que tenemos es convertirnos en luz, salir de la noche oscura del alma. La lámpara es una imagen frecuente en las Escrituras que fue utilizada por Jesús para denotar el estado de conciencia: “La lámpara de tu cuerpo es tu ojo; así pues, cuando tu ojo sea inocente, también todo tu cuerpo resplandecerá, pero si fuera malo, también todo tu cuerpo estará entenebrecido” (18). La persona unificada, atenta al reino interior, resplandece como una lámpara encendida que debe ponerse “encima de un candelero, para que los que entren vean su luz” (19). Alertó: “Ten cuidado… para que la luz que hay en tí no sea tinieblas” (20). En contraste con las metáforas relacionadas con la luz está la del ladrón de noche, el ego falso que domina en la oscuridad de la conciencia: “si el dueño de la casa supiera en qué hora de la noche vendrá el ladrón, estaría alerta y no permitiría que irrumpiera en su casa” (21).

El diseño humano, unidad de materia y espíritu, temporal y eterno, prevé la posibilidad de vivir en este mundo físico con una conciencia semejante a la que caracteriza a los seres inmateriales de luz. Para restituir la memoria de este diseño original, existe un código resguardado durante milenios por la sabiduría perenne: la conciencia unificada enseñada por Jesús para liberar a la humanidad de la opresión a la que está sometida por parte de fuerzas espirituales. Estas entidades actúan desde las sombras y a través de jerarquías humanas que mantienen a los individuos en ignorancia respecto a su origen. La prisión está edificada sobre la incertidumbre, la inseguridad y el miedo que constituyen el entramado con que los poderes políticos, financieros y religiosos mantienen el cautiverio terrestre.

Cerrarse sobre sí mismo y lo ‘suyo’ crea un espacio falacioso de seguridad: el aferramiento a la particularidad individualista obstruye el desarrollo de las múltiples capacidades humanas. Mientras más se defiende al pequeño yo y su imagen, más se acrecienta el miedo de perder esta particularidad, estableciéndose una lucha permanente por imponerse, sobresalir y dominar que genera ansiedad y mantiene a la persona en insatisfacción, incoherencia, disociación. El individuo bajo la dirección del ego falso trata de controlar su malestar existencial compitiendo con todo y con todos para sentirse dominante. La apología del yo impide la evolución de la conciencia hacia los mundos superiores de donde provenimos, a los que pertenecemos.

Desde la perspectiva de la existencia fragmentada se considera que el éxito de una persona se mide por los recursos materiales a su disposición y el poder que ejerza. Esta ideología conduce a formas de vida destructivas  generando estados crónicos de ansiedad que se manifiestan con diversos síntomas físicos y psicológicos como son: irritabilidad, impaciencia, insomnio, desórdenes alimenticios, adicciones, depresión, dolores corporales, cansancio, gastritis, falta de aire, hipertensión, entre otros. Para Jesús la meta de la vida no es acumular bienes materiales, sino activar y ejercer el poder cohesionador, integrador, del amor. Quien vive en armonía con su origen, que es el llamado de Jesús, despliega paz: “dichosos los que hacen la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (22) del mismo modo que fueron llamados hijos de Dios los profetas del antiguo Israel y Jesús.

El hijo de hombre e hijo de Dios, el profeta de Nazareth hijo de María, hijo de David, explicó la Torah a un pueblo iletrado de pescadores y agricultores —pobres y marginados—  y mujeres a quienes les estaba prohibida la instrucción religiosa. Jesús enseñó a estas multitudes a distinguir entre la ley transmitida por Moisés y los profetas y las doctrinas añadidas por las grupos sacerdotales dominantes. Su método de enseñanza no sustituyó a una doctrina por otra, sino cuestionó los condicionamientos heredados, impulsando a su audiencia a interrogarse libremente sobre las intenciones de los líderes religiosos a los que llamó “ciegos guías de ciegos”, “sepulcros blanqueados que exteriormente parecen hermosos, pero en el interior están llenos de huesos de muerto y de toda inmundicia” (23). Líderes que hoy, del mismo modo que en el Israel del siglo I, tergiversan las Escrituras para ejercer control social.

Jesús es libertador de conciencias, sanador de cuerpos y almas, tan presente aquí y ahora como cuando caminó por Judea, Samaria y Galilea: “El espíritu de Yahweh está sobre mí. Por eso me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres, y me ha enviado para restaurar a los quebrantados de corazón, para proclamar libertad a los cautivos y vista a los  ciegos” (24). “Mi reino no es de este mundo” (25) respondió a sus contemporáneos, indicando de este modo que la liberación prioritaria es espiritual; las condiciones materiales de existencia son consecuencia del estado de ceguera espiritual. Los hombres y mujeres despiertos en conciencia unificada rompen no sólo sus propias cadenas, sino las cadenas atávicas que impiden el florecimiento pacífico, igualitario y equilibrado de toda la creación.

Al recuperar la verdadera identidad a la que nos conduce Jesús, desaparecen los temores que inmovilizan en la pequeñez del yo fragmentado. La lucha “no es contra carne y sangre, sino contra principados, contra gobernantes, contra los poseedores de este mundo de tinieblas y contra los espíritus malignos que están bajo los cielos” (26). Estos poderes espirituales y gobiernos materiales, disfrazados de “ángeles de luz”, son hostiles al desarrollo espiritual y material equitativo e integral de la humanidad. No estamos desamparados para emprender la lucha por la liberación espiritual, mental, física y emocional. Dijo Jesús: “Toda autoridad me ha sido dada sobre los cielos y la Tierra… yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (27).

(1)Génesis 1:27 Biblia Peshitta en Español. Traducción de los Antiguos Manuscritos Arameos. Instituto Cultural Alef y Tau 2006
(2) Hechos 17:28 id
(3) Juan 17:21 id
(4) San Juan de la Cruz Que bien sé yo la fonte que mana y corre Obras Completas Editorial Monte Carmelo 2003
(5) Juan 3:3,7 ibid
(6) Lucas 17:20,21 El Nuevo Testamento griego palabra por palabra, Sociedades Bíblicas Unidas 2012
(7) Marcos 8:22-26 Biblia Peshitta op cit
(8) Lucas 9:62 id
(9) Mateo 5:38 ibid
(10) Mateo 5:43 ibid
(11) Mateo 5:44,45 ibid
(12) Mateo 12:25 ibid
13) Mateo 9:16-17 ibid
(14) Lucas 6:31 ibid
(15) Mateo 22:39 ibid
(16) Juan 8:12 ibid
(17) Mateo 5:14 ibid
(18) Lucas 11:34 ibid
(19) Lucas 11:33 ibid
(20) Lucas 11:35 ibid
(21) Mateo 24:43 ibid
(22) Mateo 5:9 ibid
(23) Mateo 23:27 ibid
(24) Lucas 4:18-19 ibid
(25) Juan 18:36 ibid
(26) Efesios 6:12 ibid
(27) Mateo 28:18,20

Acerca de la autora

Aída Reboredo Arroyo
Aída Reboredo Arroyo
Es autora de libros y artículos; cofundadora del primer centro de estudios de la mujer en México. Es Psicóloga Clínica con estudios de maestría y doctorado realizados en Francia y Brasil. Fue profesora universitaria en diversas instituciones académicas de la Ciudad de México y de Veracruz, así como cofundadora de las Agencias Especializadas en Delitos Sexuales.

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