… pasaré mi cielo haciendo el bien en la tierra
Santa Teresa de Lisieux
Somos entidades híbridas: esencia espiritual infundida en cuerpos materiales en profunda interrelación mutuamente influyente que nos deja abierta la posibilidad de escoger cómo deseamos existir. La decisión que tomemos definirá no sólo nuestra presencia en el mundo material como individuos consustanciales con el Creador o como depredadores, sino además el modo en que existiremos después de morir. Esta unidad indivisible nos inscribe en dos planos de existencia: el material temporal común a toda la creación y el infinito eterno.
Esta interrelación nos otorga plena capacidad para transformar la materia en inteligencia infinita o para reducirla a un estado de caos. Bajo nuestra responsabilidad está todo lo creado, incluidos el agua y la tierra que son entidades vivas como lo es todo el universo. El Eterno da forma y sostiene a todo lo existente; la humanidad hecha de arcilla y espíritu, temporal y eterna a la vez, tiene la posibilidad de actuar en armonía con su esencia espiritual. Solamente mientras estamos encarnados podemos expandir nuestra conciencia de unidad o limitarla a lo inmediato y a lo particular. En el Zohar el cuerpo humano es llamado naal, zapato porque, así como el zapato sólo cubre el extremo inferior del cuerpo, en el cuerpo humano sólo entra el extremo inferior de nuestra esencia inmaterial; el resto se extiende en unidad hasta mundos no materiales de inteligencia y compasión infinitos.
El ser humano consciente de su realidad infinita conecta el cielo con la tierra; cuida y respeta todas las manifestaciones de la creación temporal, incluido su propio cuerpo, pero se comporta como un ser eterno reflejando la conciencia de unidad en todo lo existente. Mujeres y hombres de todas las culturas y religiones han mostrado que aún sometidos a las peores vilezas y en dramáticas condiciones de existencia —como son la pobreza extrema y los campos de concentración— es posible vivir en conciencia infinita. Cuando cesa el aferramiento a la particularidad y se desvanece la idolatría al cuerpo, la muerte ya no se entiende como el fin de la vida sino como su transformación. Nuestro propósito no es ser ángeles incorpóreos —ya hay infinidad de ellos y no nos corresponde ese lugar en la creación— sino seres plenamente humanos, enteramente conscientes de nuestra capacidad y responsabilidad de vincular la vida material y la inmaterial, los planos más densos con los más sutiles.
El cuerpo energético que se forma como resultado de los pensamientos, sentimientos, intenciones, palabras y acciones que acostumbramos a tener durante la vida material no desaparece después de morir. Esos estados energéticos guardan, entre otras informaciones, las relativas a los hábitos y a la apariencia física que caracterizaron en su vida material a las personas ya fallecidas. Por medio de dichas energías ellas continúan presentes en estrecho contacto con los vivos, influenciándolos, aunque éstos no sean conscientes de su existencia.
Al desaparecer la ilusión de un yo separado se accede a la conciencia unificada, transformándose la angustia existencial en sentido trascendente de la vida. La persona que logra esta transformación se libera de los apegos de su naturaleza animal, renuncia a ser una voluntad individual en discordia con otras voluntades particulares y se unifica con la voluntad suprema. La individualidad, la diferencia entre las partes, es el fundamento de la pluralidad que caracteriza a la creación, pero hay que ir más allá del árbol y mirar el bosque como unidad sin perder de vista la particularidad del árbol.
El mal es la negación de la conciencia de unidad, su no aceptación. Los pensamientos y acciones de desunión, de desamor, se manifiestan en odio y miedo. El miedo, que es la falta de amor, restringe, contrae. Quien vive en el estado energético de miedo se mantiene constreñido a recibir, permaneciendo en conflicto, confusión, carencia, desequilibrio; no fluye, se estanca. Quien se aferra a predominar en su pequeño yo, enalteciéndolo como si fuera Todo se estanca en su fragmento, en su particularidad, convirtiéndose a sí mismo en ídolo. El cuerpo energético de la persona que no se desprende de esta idolatría permanece después de su muerte en un estado de desorden y turbulencia aún más agudo que el experimentado durante su vida material, debido a que carece del cuerpo físico que es el vehículo para obtener la satisfacción del deseo. El aferramiento idolátrico a la particularidad —a un yo y lo mío— obstaculiza el alcance al que pudiera acceder la conciencia humana.
El estado energético de amor caracteriza a la conciencia de unidad; donde hay amor hay paz. El amor, además de una emoción es una energía, un poder que aglutina a lo particular en lo general. Por lo contrario, la conciencia fragmentada fija su atención en lo particular porque no comprende lo general, no percibe la integración de todo lo existente. El odio es un estado energético de aferramiento a un falso yo: odia quien vive ignorando al prójimo, quien lucha por ejercer control sobre personas y situaciones para afianzar la particularidad de su pequeño yo y sentirse seguro. Como un Narciso prisionero de su propia imagen, no se aparta del reflejo efímero al que se dedica con afán, anhelo y apego, temiendo por encima de todas las cosas perder su particularidad. Este empeño por sostener su singularidad conforma energías negativas que no desaparecen después de morir.
Los sentimientos de desamparo ante lo imprevisible y la imposibilidad de controlar los cambios inherentes a la existencia humana causan incertidumbre. Cada persona se organiza para crear estructuras que le generen seguridad y estabilidad. Sin embargo, a pesar de todas las medidas que puedan tomarse para generar seguridad, la persona sumergida en la visión fragmentada de la existencia vive ansiosa, en estado permanente de alerta. El sujeto agobiado por la incertidumbre que le produce esta vulnerabilidad redirige la energía invertida en el miedo hacia objetos externos que le produzcan emociones alternativas, en un intento inconsciente por controlar la inseguridad que experimenta. Este mecanismo de defensa cambia el foco de atención de sus pensamientos y sentimientos de inseguridad. Aparentemente el miedo desaparece, pero no es así. No puede desaparecer en tanto no se transforme la visión fragmentada que lo origina. La persona que vive bajo estas coordenadas generará un cuerpo energético que no llevará a la liberación espiritual sino a la formación de un ser inmaterial encadenado en sus anteriores hábitos y apegos —que es la verdadera definición de fantasma— o a la reencarnación en un ser humano lastrado por ellos.
Particularizar, fragmentar genera división, conflicto. Donde existe el afán de mantener la particularidad se produce controversia y competencia por imponer las propias particularidades. Si la persona vivió apegada a la particularidad de su ego falso, su cuerpo energético permanecerá estancado en los apegos cultivados en su vida material. La compulsión por dominar y poseer se conserva en el estado incorpóreo. Cuando el sujeto entiende que su triunfo consiste en abandonar la falsa visión de la particularidad desaparecen las contradicciones y como consecuencia, abandona la necesidad de competir como estrategia para lograr su hegemonía: deja de luchar por mantener su particularidad. El propósito de la lucha se reencauza: de ser una contienda por la dominación y el control de otros se convierte en disciplina, en renuncia de los impulsos egoístas para hacer prevalecer los intereses comunes.
Al salir de la distorsión de la realidad causada por la conciencia fragmentada cesa el aferramiento a la singularidad y se comprende que el individuo es manifestación del Todo. Se entiende asimismo que la conciencia de unidad refuerza la verdadera identidad que trasciende a la identidad impermanente de la forma material. Como consecuencia de la asimilación de este conocimiento liberador la persona pacifica su alma: cesan el miedo a vivir y el miedo a morir. No nos debe preocupar tanto comprender estos misterios como tener presente que somos esta gran unidad, que estamos de facto en el Todo, independientemente de nuestro comportamiento, deseo o voluntad, y actuar consecuentemente.
El miedo, la ira, la violencia contra sí mismo y contra otros afligen de forma creciente a la humanidad que no halla consuelo ni sosiego. Una humanidad desesperada que no puede parar ni siquiera para dormir porque se siente insegura y amedrentada. Esta situación caótica es resultado de la falsa idea de fragmentación. La armonía surge al entender que donde pareciera que hay un vacío existe una inteligencia infinita que sostiene y conecta todo con todo: “El cielo, la tierra y yo vivimos juntos, y todas las cosas y yo formamos una unidad inseparable” (Chuang Tzu). Cuando se accede a esta certeza la vida adquiere un sentido infinito y eterno.
Existe una memoria interactiva interdimensional: nada desaparece, todo es almacenado y se conserva intacto en el registro de las manifestaciones del Todo. Nada muere, nada se extingue. Pasado, presente y futuro constituyen un desdoblamiento del tiempo según es percibido por la conciencia humana, pero en realidad sólo existe el presente. El cuerpo energético conserva el estado de amor u odio, de paz o ira con que vivió, del mismo modo que conserva la apariencia física.
La entidad energética que se mantiene actuante después de la muerte tiende a adherirse por resonancia a personas vivas, reforzando sus características personales. Estas entidades incorpóreas llamadas dybbuk por la mística hebrea influencian los pensamientos y acciones del sujeto al que se adhieren sin que éste se percate de la resonancia en la que está participando. El reforzamiento agudiza los estados previos propios del ser vivo. No sólo los hospitales psiquiátricos y las prisiones sino gran parte de la humanidad está sometida bajo el poder de estas energías incorpóreas.
El estado energético que cultivamos durante la vida material continúa existiendo después de la muerte. Dicho estado puede hacerse de nuevo corpóreo en una reencarnación o puede permanecer incorpóreo, pero con conciencia, como dybbuk, como fantasma en dependencia del tipo, características específicas e intensidad de las experiencias mentales y sensuales que lo conformaron. El proceso de apertura al entendimiento liberador es progresivo; para lograrlo es necesario detener las repeticiones emocionales y liberarse de las falsas identidades y apegos. El cambio ocurre al darse cuenta que el yo físico es una ilusión transitoria. Tenemos la oportunidad de crear hoy nuestra existencia futura, en lo que nos convertiremos después de morir: santas, santos, bodhisattvas, dybbuk o fantasmas. “Camina con los pies en la tierra, pero teniendo la mirada y el corazón en el cielo” —San Juan Bosco.
Acerca de la autora
- Es autora de libros y artículos; cofundadora del primer centro de estudios de la mujer en México. Es Psicóloga Clínica con estudios de maestría y doctorado realizados en Francia y Brasil. Fue profesora universitaria en diversas instituciones académicas de la Ciudad de México y de Veracruz, así como cofundadora de las Agencias Especializadas en Delitos Sexuales.
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